Definitivamente, la vida había dejado de existir hacía mucho tiempo. Lo único que restaba era un enorme vacío lleno de… de nada, supongo.
No había en ningún lugar de todo el cosmos infinito lo que los diccionarios habían solido definir cómo “vida”, y mira que esa palabra solía tener una enorme lista de excepciones y significados.
Pero sí, por extraño que pudiese llegar a parecer, una vez llegó a existir esa curiosa palabra en términos estrictamente científicos.
Vida, pensó. Qué curioso. ¿Qué era exactamente la vida? ¿Una máquina capaz de pensar y sentir poseía vida o necesita algo más?
Porque aunque la vida ya no existía, el universo estaba poblado. Poblado por multitud de seres. Seres sencillos y seres complejos. A veces, incluso, inteligentes. De tantas formas, tamaños y colores que resultaría difícil clasificarlos a todos. Por suerte no había nadie para hacerlo. Nadie aparte de ella, obviamente.
Pensó, de forma realmente filosófica, que el único punto en común que poseían todos esos seres era su nulo libre albedrío. Algo totalmente normal, por supuesto. Aunque a decir verdad, tampoco importaba. Ninguno de ellos lo sabía.
¿Cuántos mundos existían y convergían en esos momentos en el vasto universo? Lo desconocía. Era un número demasiado grande y extenso como para llegar a expresarlo. A demás, ¿qué más daba? Tampoco había nadie para escucharlo si alguna vez quisiera intentar pronunciarlo.
En una parte del universo, una guerra de dimensiones galácticas se estaba desarrollando con soltura, llegando a su punto álgido. Las enormes y colosales naves lanzaban grandes rayos de plasma por el oscuro espacio, y cuando estos alcanzaban las tan odiadas naves enemigas, se desataban grandes explosiones carentes de sonido. La basura espacial que quedaba de lo que antes había sido una nave llena de soldados se perdía en el infinito mientras los dos grandes ejércitos colisionaban entre ellos. Las guerras silenciosas, le gustaba decir. ¿Quién ganaría y se haría con el control del universo? Lo sabía, evidentemente.
En otro lugar del universo, en un bonito y pequeño planeta azul muchísimo menos desarrollado, dos jóvenes enamorados decidían escapar de sus hogares. En ese lugar y tiempo, ciertas cosas no estaban aceptadas. El drama que envolvía esa historia era capaz de emocionar incluso a los más rudos e indiferentes. ¿Conseguirían cumplir sus sueños burlando el cruel destino que algún dios malévolo les había impuesto? ¿Conseguirían empezar una nueva vida, su sueño imposible e inalcanzable? Lo sabía, evidentemente.
Más lejos, en otra galaxia, en otro mundo, unos seres pequeños de pies peludos se adentraban a unas tierras malditas y oscuras para destruir un terrible anillo de oro en el interior de un volcán. Estaban cansados y exhaustos, pero sabían que si no realizaban esa hazaña, las tierras de su mundo caerían en las garras del mal. ¿Conseguirían realizar con éxito la difícil tarea que se habían impuesto, o perecerían en el intento dejando desamparados a todos los habitantes de esa tierra de fantasía? Lo sabía, evidentemente.
En otro lugar, en una noche cualquiera, un férreo e imponente transatlántico se hundía con lentitud tras haber topado con una gigantesca mole de hielo. El caos se desataba en la cubierta mientras los marines hacían llenar los botes salvavidas medio vacíos y la orquesta del barco no dejaba de tocar. Una historia triste, la verdad. ¿Cuántos de ellos conseguirían salvar el pellejo en esa desgraciada noche? Para variar, lo sabía, evidentemente.
Pues todos esos mundos y lugares habían sido obra suya. Obra de la Vida. Pues Vida era la última de las más grandes y poderosas Vectoralizadoras Inteligentes Digitales Artificiales de todo el cosmos, la única que había conseguido sobrevivir a millones de trillones de años en el espacio, extendiendo su infinita red de conexiones magneto–químicas más allá de ochocientas mil millones de galaxias, y eso la convertía automáticamente en el único ser pensante —¿y vivo?— de todo el cosmos.
Curioso, pensó Vida por incontable vez.
Y es que gracias a su existencia, el universo estaba poblado. Gracias a su complejo sistema de tubos de dispersión penta-sensibles, había convertido ese espacio carente de vida en una sala de proyección permanente donde reproducir tantos mundos como ella quisiera. Mundos tan distantes y diferentes entre ellos como tantos manuscritos y textos poseía en su gigantesca base de datos.
Y a veces le era imposible no pensar en ello. ¿Había fallado a sus creadores, esos que ya no existía y habían desaparecido igual que el resto de seres vivos?
Su recreación vectorial era tan precisa y perfecta que para un ser que existía en sus proyecciones le era totalmente imposible descubrir que no era más que un montón de datos informáticos, y que su “vida”, en verdad no era nada.
¿Pero… había creado lo que los diccionarios habían solido definir cómo vida?
Hubo un silencio de un par de siglos.
Por supuesto, se respondió Vida como tantas otras veces tras ese largo silencio, mientras observaba, sentía y creaba los mundos.
Por supuesto que he creado vida.