Es una soleada mañana de principios de siglo XX y la noble dama Doña Dolores achucha a su chucho, el desgraciado Perrito Tragedias. Can de pelaje retorcido y patas torpes, su dueña está más enamorada de aquel patético y diminuto ser que de su marido. ¿Cómo se puede amar a alguien que se pasa media vida en el extranjero guerreando por la gloria de la corona? No, no, el corazón de la noble Doña Dolores pertenece a su fiel animal de compañía, el desgraciado Perrito Tragedias.
—Ay, qué triste estoy, Tragedias. Menos mal que estás aquí, de lo contrario creo que moriría de pena.
Tragedias trata de escabullirse de las manos de Doña Dolores, más la vieja arpía tiene un agarre hipopotástico. No hay escapatoria, tan solo uñas y dedos arrugados.
—Guau —se queja Tragedias.
—Lo sé —lloriquea Doña Dolores. Su mano se arrastra por el lomo de la peluda pelusa perruna—. Mi maridito no es más que un bruto insensible. ¿Qué hombre abandonaría a su esposa de esta forma?
—Guau —Tragedias trata de hacerla entrar en razón. La guerra es una cosa seria.
—Si estuviera mi maridito… si estuviera él aquí… —la noble dama mira a la cama tamaño imperial adosada con un jacuzzi, helipuerto, sala de bolos y un minibar lleno de refrigerios que a Tragedias le están terminalmente prohibidos por el veterinario.
Una idea se gesta en el diminuto cerebro de la diminuta criatura. La libertad está a unas motas de polvo de distancia. Tragedias patalea hasta conseguir zafarse de los exorbitantes cariños y mira a Doña Dolores con hidalga solemnidad.
—Guau —asegura.
Doña Dolores parpadea.
—¿Qué?
—Guau —repite Tragedias, letra por letra.
Se gira con toda la soberbia capaz de reunir en su figura (que no es mucha) y procede entonces a terminar su acostumbrado desayuno delicadamente preparado mientras ojea su periódico favorito, «LA VERDAD». Lee por encima las noticias locales e internaciones y va directo a la sección de economía. Niega con la cabeza al ver la dirección que está tomando el país, pero Tragedias es un solo individuo, él solo no puede cambiar nada. A demás, pequeño dato sin importancia, no es más que un chucho.
Tras eso empaca su pequeña maleta. En ella deposita los recuerdos de toda una vida. Su primer hueso. Su segundo hueso. Su cuarto hueso. El tercero está en paradero desconocido. Al recordarlo, el corazón palpitante de Tragedias se comprime. No. No es el momento de recordar las desdichas del pasado. Se serena. Doña Dolores observa el espectáculo desde muy arriba.
—¿Tragedias? —pregunta.
—Guau.
Y es verdad. Tragedias tiene más razón que un santo.
La noble dama Doña Dolores despide al chucho sin saber exactamente qué diablos está pasando. Animal de costumbres extrañas, piensa mientras agita su pañuelo blanco y Tragedias se aleja por la campiña.
Transcurrida una semana llena de aventuras que no vienen al cuento pero que incluyen princesas, honores de estado y una noche muy pasional, Tragedias llega al bullicioso y maloliente puerto, su objetivo desde que abandonó a Doña Dolores. Los formidables navíos pastan las olas y las bandas de crimen organizado gaviotil atracan los pequeños comercios mientras la policía hace la vista gorda. Nada de eso le importa a Tragedias, así que el can se acerca al primer barco que encuentra. Un hombre de formidable espalda y brazos como sacos llenos de piedras se encuentra frente al buque. Tragedias le echa un buen vistazo. Aquel no puede ser otro que el capitán.
—Guau —pronuncia con una inflexión de voz impecable.
El capitán observa a la pelusa bajo sus pies y frunce las cejas muy levemente. Todos sus sentidos le indican que aquella criatura es un perro, y sin embargo, los perros no dicen guau. Berrean, ladran, gruñen y si eres un salvaje, lloran. Pero jamás en su carrera marinera había escuchado a un perro pronunciar tal onomatopeya. De esa breve pero intensa cavilación extrae una conclusión irrefutable, aquel ser no es un perro.
—Bromista, ¿eh? —dice el capitán. Baja la mirada a la lista que tiene entre sus manos y que a Tragedias se le ha olvidado mencionar antes. Junto a un cuadradito vacío está escrita la palabra bufón—. Estás de suerte, aún no hemos reclutado al alivio cómico.
—Guau —responde Tragedias con mucha educación y un tinte de orgullo herido. El hombre desconoce que Tragedias ha estudiado en la Real Academia de Canes junto a la ilustre compañía de dóberman, caniches y rottweilers, la más alta alcurnia de la nobleza perruna. En su magnanimidad, Tragedias pasa aquella ofensa por alto. Pero Tragedias recuerda. Siempre recuerda.
—Muy divertido —dice el hombre con una sonrisa sin pizca de gracia—. Bienvenido a bordo.
Tragedias pasa los próximos siete meses a bordo del S.S. Imposible De Hundir Esta Vez Seguro Que Flota Deja De Mirarme Así Que Lo He Revisado Todo II. El nombre del navío está impreso a lo largo de todo el casco de la nave. Da dos vueltas enteras, para leerlo uno debe subirse a un bote salvavidas y remar. Tragedias se pregunta por qué ese es el segundo barco con ese nombre, pero Tragedias sabe que hay respuestas que es mejor no conocer.
Es un grumete capaz. La tripulación tiene la profunda sospecha que el novato es un perro. Mas el capitán es un hombre serio. Jamás alistaría a un chucho, ¿verdad? Tragedias teme que la verdad salga a la luz, así que desembarca en una isla selvática.
—Guau —dice.
—Es curioso —dice el capitán—. Siete meses juntos y solo has dicho eso. Cuídate, muchacho.
Tragedias asiente, y sin mediar palabra se adentra a la selva, donde se hunde en el fango y muere. Veintisiete mil doscientos cuatro años más tarde, alguien descubre su fósil. La placa que de su cuello colgaba se traduce incorrectamente como Percances.
—¿Y esto son sus restos? —pregunta el árbol del futuro, mirando la vitrina.
—Fosilito Percances, sí —responde el cactus requetevolucionado.